Me llamaste la atención por tus tacones. Impersonal, ya lo sé. Los tacones no son de nadie, cualquiera puede llevarlos. Siento decirlo, que no fue tu pelo, ni tus ojos, ni tus piernas, ni tu sonrisa, ni cualquier típico tópico de atributo físico femenino. Pero bueno, así fue el comienzo. Supongo que tus pies también entraron en el juego. Nunca te lo dije, que tienes los pies bonitos. Ahora que lo pienso en frío, realmente nunca te dije nada. Sobre ti, digo; nunca te dije que me gustara nada de ti. Puede ser que resultara algo frustrante, lo reconozco. Es cierto que sin tus tacones jamás me hubiera fijado en el resto de ti, aunque también es cierto que tus tacones fueron el despegue de un amor loco que me tuvo encendido hasta bastante tiempo después. ¿Fui un egoísta? Qué más da ya. La cuestión, que parece que al final te hartaste y me preguntaste (con ojos que albergaban esperanza):
- «¿Qué es lo que más te gusta de mí?»
- «Tus tacones».
Era la verdad, creía yo; era lo que más me gustaba de ti. Mi respuesta fue una bofetada de decepción para ti, dejando tus ojos mates y la sonrisa segada. Nerviosa, palpaste tus zapatos y te los quitaste, y los dejaste en el taburete libre detrás de mí, fuera de mi vista.
- «¿Qué te gusta de mí?»
Me interrogaste de nuevo, ahora con miedo. Porque la pregunta era ya en sí una despedida, con la voz tachada de inmensa tristeza y medio temblorosa del nerviosismo. Mantenías la mirada clavada en mí en un intento desesperado de aferrarte a la más mínima señal que por mi parte te diera la confianza de que podía haber algo, más personal, que un elemento externo que cualquier tía podía comprarse de una zapatería y ponerse.
Me quedé nublado, bloqueado, noqueado; no se me ocurrió nada. Eso no significaba que no me gustaras; me gustabas, me gustabas, joder. Me gustaban los tacones en ti. Me gustaban cómo te arqueaban las piernas más de lo que las tenías. Me gustaba subir desde tu tacón por la línea de tu pierna hasta tu culo. Me gustaba tu espalda, tus hombros. Y tu risa. Tus salidas. Tus lecturas. Todo partía de tus tacones, sí, pero los tacones sin ti no eran nada.
Y nada de eso te pude decir.
Fueron dos segundos que fueron dos vidas. Los ojos se te empezaron a vidriar, te levantaste del taburete rápido y te fuiste del bar. Descalza. Bajita.
Me giré hacia la barra con la mirada perdida, sujetándome la frente con la mano. Te acababa de perder por gilipollas.
Alguien me tocó el brazo:
- «¿Son tuyos?»
Una chica de cine, guapa y sonriente intentaba coger el taburete y necesitaba que retirara tus tacones. Los miré, sin tus pies, los cogí y los dejé encima de la barra. Todavía tenían el interior caliente de tu calor. Un camarero se acercó al segundo:
- «Disculpa, tío, no puedes poner tus zapatos encima de la barra».
- «No son zapatos, son tacones ».
- «Tus tacones».
Mis tacones ya no eran míos. Me levanté y me marché, dejándolos allí.
♥
Ella es Gabriel.
Es muy reconfortante cuando se consiguen blogs de
excelencia y que aportan gran valor, si no hay contrariedad voy difundirlo en mi Facebook y claramente me apunto el vínculo.
Un placer Matilde. He leído tu historia, la persecución contra tu persona. Me alegro que salieras victoriosa de las injurias, no siempre se consigue. Muchísimas gracias por pasarte por aquí y eternamente agradecida por tus palabras 🙂